Cada cinco de enero, León sentÃa que un montón de avispas se paseaban furiosas por su estómago y que, con el paso de las horas, éstas se revolvÃan más y más. Sus padres le decÃan que eran la emoción y le quitaban hierro al asunto, aunque disfrutaban viendo cómo su niño era un manojo de nervios.
Por la mañana, todo transcurrÃa con exagerada lentitud. O al menos, eso le parecÃa a León. Se levantaba, desayunaba, se dejaba bañar por su madre y veÃa dibujos animados hasta que iban a comer a casa de sus abuelos maternos. Su abuela siempre preparaba un almuerzo especial ese dÃa: ensalada de patata, cordero asado y un pastel de chocolate enorme. Aunque él nunca conseguÃa disfrutarlo del todo ya que los nervios seguÃan ahÃ, recordándole que iba a ser una noche mágica.
La más mágica del año.
Cuando dieron las cinco de la tarde, León se puso de pie, se aseguró de tener los zapatos bien atados y miró a sus padres. Después al reloj. Y otra vez a ellos. Su padre pensó en hacerse el despistado, pero decidió ser bueno y no hacerle sufrir más.
―Bueno, habrá que empezar a pensar en ir a la cabalgata, ¿no? ―dijo, levantándose y colocándose bien la camisa.
―SÃ, claro. Que luego nunca encontramos sitio ―respondió la madre.
León sonrió. Este año no iba a tener que meterles prisa ni decirles que no iban a traerles nada como no salieran ya de casa. Y además, los abuelos les trajeron los abrigos para que no tuvieran que andar por la casa, perdiendo el tiempo. Ellos nunca les acompañaban. DecÃan que ya estaban mayores y que los reyes magos lo comprendÃan, asà que el niño nunca les pedÃa que le fueran con ellos.
Una hora después de salir de la casa, ya estaban por el centro de la ciudad buscando el mejor lugar donde verlos. Buscaron una primera o segunda fila, aunque su padre le prometió que le subirÃa a hombros para que les viera bien. No iba a dejar que su niño se quedara sin ver a los reyes de Oriente.
Pasó el tiempo y fueron viendo cómo iban pasando carrozas adornadas con los dibujos animados que León veÃa cada dÃa, gente bailando, lanzando caramelos y hasta acrobacias. La música sonaba a todo volumen, aunque la mayorÃa no era navideña. A él le daba igual, estaba disfrutando de cada minuto. Aunque cada vez estaba más nervioso y su padre lo iba notando. Se removÃa en sus hombros y tanto él como la madre sonrieron.
De pronto el padre vio algo al fondo. Era la carroza del primer rey mago y asà se lo dijo a su hijo, quién sentÃa que su estómago iba a explotar. El corazón le iba a mil y no dejaba de moverse. Dejó de disfrutar de las personas que bailaban frente a él y pensó en que ya podÃan avanzar más rápido.
Y al fin, después de lo que parecieron milenios, el primer rey mago se acercó a ellos y el niño se lanzó a gritar su nombre, con tanta pasión, que algunos de los adultos que estaban a su lado se rieron. León gritó cada nombre lo más alto posible para llamar su atención y, cuando le miraban, saludaba con tanta efusividad que parecÃa que, en cualquier momento, sus manos saldrÃan volando.
Cuando la cabalgata terminó, hicieron lo mismo de todos los años. Escucharon el discurso que daban siempre en el que les pedÃan que se portaran bien y se fueran pronto a la cama; después, cenaron tortitas con caramelo y nata en su cafeterÃa favorita y, a las once de la noche, León se metió en la cama.
Al principio, no podÃa dormirse. Daba vueltas e, incluso, luchó por quedarse despierto para poder verlos y decirles lo bueno que habÃa sido, pero al final el cansancio por tantas emociones le venció y acabó profundamente dormido.
Por supuesto, al dÃa siguiente se encontró la comida de los camellos a medio acabar, los vasos de leche vacÃos y la mitad de los turrones comidos, además de unos cuantos regalos con su nombre escrito en ellos.
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