Como todos los años, la primera nevada de diciembre nos pilló por sorpresa por la mañana. Casi medio metro de nieve cubrÃa la calle y la entrada, y era imposible subirse al coche aparcado en frente del garaje. Cuando llegaba la nieve a finales de noviembre mis padres siempre solÃan hacer limpieza en el garaje para aparcar dentro todo el invierno, pero este año no habÃa sido asÃ. Este año mi abuela habÃa muerto al final del verano, y nuestra familia estuvo ocupada limpiando su casa, asà que nuestro garaje estaba lleno de cosas. Es más, estaba más abarrotado que de costumbre porque ahora albergaba también la mitad de las cosas de la abuela. Algunas cosas me parecÃan inútiles, pero mis padres no las querÃan tirar, y como no habÃa sitio en casa para ellas, se quedaron metidas en cajas o apiladas al fondo del garaje.
Lo más importante que mamá habÃa puesto en casa era una foto bonita de la abuela en la estanterÃa de la salita, donde se la veÃa bien. En la foto estaba sonriente, vestida con su traje verde oscuro de domingo con su broche de mariposa, las manos cruzadas llevando un bolso a juego, peinada hacia atrás y luciendo su colgante de oro en forma de corazón, que tenÃa dentro las fotos de mis dos abuelos y que ahora guardaba mi madre en su joyero.
Lo único igual de importante metido en el garaje eran tres cajas de plástico rojo que guardaban los adornos del árbol de navidad de la abuela. Era tradición ir a poner el árbol a casa de mi abuela cada año, un árbol más alto que papá, con las ramas nevadas y piñas cubiertas de purpurina plateada que brillaban con la luz de la chimenea y parecÃa que estaba nevando de verdad en el viejo salón. Los adornos eran muy especiales: mi abuela encargaba las figuritas a una tienda local que esculpÃa barro y hacÃa cosas artesanales, y los decoraba ella misma con pinturas, purpurina, lazos y botones. Los envolvÃa cuidadosamente y se los regalaba a mi madre cada navidad desde que nació mi hermano mayor, y a todo el mundo le encantaban.
Durante 33 navidades habÃamos visto desenvolver y colocar en el árbol un nuevo adorno a mi madre, pero este año no habrÃa tal regalo. Este año nadie sentÃa mucho espÃritu navideño, que digamos. La nevada era más un estorbo que una alegrÃa y el tiempo solo retrasarÃa a papá para llevarnos a mi hermano y a mà al instituto, y para ir y volver él del trabajo. Papá consiguió abrir la puerta del garaje y sacó tres palas para despejar la calle. Él se centró en los alrededores del coche, soltando algún taco cada vez que se acercaba demasiado a la carrocerÃa y la arañaba, mientras que mi hermano y yo nos encargamos de la entrada. Nos llevó un rato despejar el camino, pero al final pudimos subirnos al coche y arrancamos a toda prisa con la calefacción a tope, sabiendo que estarÃa igual de cubierto a la vuelta.
Y asà fue. Al volver a casa de tarde mamá estaba despejando la entrada otra vez mientras los finos copos seguÃan cayendo sin parar. Se la veÃa deprimida, pues muchos vecinos ya habÃan puesto luces y adornos de navidad en el jardÃn, algunos desde hacÃa semanas, mientras que nosotros no. Mi madre no habÃa tenido ganas de pensar en la decoración navideña para este año, y eso que esta época era su favorita.
HabÃa una manera de alegrar a mamá, y era cocinar, porque le encantaba y a nosotros nos gustaba comer, sobre todo cuando hacÃa alguna receta dulce como tartas, bizcochos o pastelitos. Propuse hacer galletas navideñas a ver si le levantaba un poco el ánimo y le entraba el espÃritu navideño, y pareció funcionar. Cuando llegó papá de noche mamá comentó que estarÃa bien poner el árbol el fin de semana, y el olor de las galletas con forma de árbol y estrella convenció a papá para levantarse al dÃa siguiente a rebuscar las cajas necesarias en el garaje.
Mientras él iba metiendo cajas en la salita mamá iba sacando su contenido y organizando la decoración, mandándonos a mi hermano y a mà colocar cosas en partes especÃficas de la casa. Yo nunca entendà la necesidad de poner un viejo trineo en el porche, pero bueno. Cuando papá por fin terminó de meter cajas en la salita, sacó su sillón de orejas de la esquina que usaba para leer cómodamente junto al radiador, y se puso a reconstruir el gigante árbol desmontado en su lugar. Cuando terminó la salita estaba tan llena de cosas que casi no entrábamos en ella. Lo único que quedaba sin abrir eran las tres cajas rojas.
Mi madre empezó a abrirlas, una a una, y sacar con mucho cuidado cada figurilla. No pudo con la emoción y empezó a llorar desconsolada. Intentamos animarla, pero la verdad es que todos nos sentÃamos un poco fuera de lugar. Nos limitamos a seguir colocando los adornos en el árbol, contándolos uno a uno, hasta llegar al último. Pero el último no era el 33, sino el 34. CreÃamos habernos equivocado en la cuenta, pero mamá lo desenvolvió y descubrió una nueva figurina, una que nunca habÃamos visto.
Era una mariposa con las alas abiertas pintada con purpurina de muchos colores, y llevaba un lazo dorado con un colgante en forma de corazón alrededor del cuello. Nos llevamos una gran sorpresa y llamamos inmediatamente a la tienda artesanal donde los solÃa encargar, pero nos dijeron que ellos no habÃan hecho el adorno este año, lo que nos intrigó aún más. No sabÃamos de dónde habÃa salido aquel regalo, pero estaba claro que era de mi abuela, y lo colocamos cariñosamente en el árbol, con los demás. Papá encendió las luces y todos sentimos que estábamos con la abuela al contemplarlo. Mi madre tenÃa lágrimas en los ojos, pero sonreÃa al mirar el brillo de la misteriosa figurina que se reflejaba en el portafotos de la abuela, y el espÃritu navideño que despedÃa la luz hacÃa que pareciese presente, reconfortándonos.
Foto de Arun Kuchibhotla en Unsplash.